Porque no estas a mi lado para abrazarte bien fuerte
Viejo lindo y ofrecerte mi cariño a toda hora.
Ves a tu hijo que llora? Pero llora con razón porque te pide perdón,
Al pensar en esos días en que ciego no veía que eras puro corazón.
Héctor Gagliardi
Los hijos somos en gran medida el legado de nuestros padres. Mi padre fue un ser humano muy especial y muy único, y como todos, con sus virtudes y sus defectos. Hoy me propongo recordar al hombre, al hijo, al ser humano, al esposo y al padre.
Don Walter Martínez Irizarry nació un 17 de abril de 1922 en el Barrio Pellejas de Adjuntas. Pellejas es casi equidistante entre Adjuntas y Utuado. Así que desde su infancia Utuado tuvo un lugar especial.
Papi fue el cuarto hijo de nueve que procrearon Don Lorenzo Martínez Noriega, un español que llegó a la Isla en 1904 cuando apenas contaba con 16 años y se radicó en Pellejas con un tío, y Doña Luz María Irizarry Fernandini, una joven adjunteña. En el barrio, creció y se hizo hombre y en 1916 – a sus 28 años – se casó con la cariñosamente llamamos Mamá Luz.
La relación de su padre con el abuelo fue muy especial y su personalidad y carácter fue determinado por esa relación. Papi heredó la rectitud y verticalidad del abuelo, cualidades que le sirvieron bien pero también entorpecieron su evolución. Cuando el abuelo se enfermó, mi padre se hizo cargo de la tienda y se convirtió en el hombre de la casa. Apenas tenía 20 años cuando el abuelo murió en el Hospital Auxilio Mutuo por padecimientos del corazón.
Fue en el Barrio Pellejas donde se enamoró de una joven maestra utuadeña asignada a dar clases en el barrio adjunteño. Esa joven era Josefina Reboyras Sella, de la Playita de Utuado. Al mismo tiempo, la Segunda Guerra Mundial estaba en su apogeo, y tras el ataque de Pearl Harbor, mi padre trató de enlistarse. Fue rechazado por el defecto que tenía en su pié, que le impedía correr y caminaba con cierta cojera. Se fue a Nueva Jersey a trabajar durante unos meses y se regresó al terruño tras el fin de la guerra en 1945.
El 23 de diciembre de 1945 a las cinco de la tarde en la Iglesia San Miguel de Utuado contrajo nupcias con Dona Josefina, mi madre, matrimonio que duró 61 años hasta el día de su muerte. El Padre Gilberto, párroco utuadeño, los unió en matrimonio apenas dos días antes de la Navidad.
Su experiencia al frente de la tienda del abuelo impidió continuar su educación pero desarrolló una carrera mayormente como comerciante.
Contrario a la mayoría de sus hermanos entre los que se encentraban un ingeniero, un prominente abogado y profesor de derecho, un médico cirujano, un banquero, una maestra y dos secretarias, la educación formal de mi padre terminó en octavo grado. Pero un octavo grado en aquella época era una base sólida. Cuando yo era apenas un niño durante los años 50, mi padre revalidó su diploma de escuela superior con tal excelencia que se le ofreció una beca para cursar estudios universitarios. Mi padre rechazó la oportunidad debido mayormente al compromiso que tenía con su familia, una esposa y dos hijos.
Considero que mi padre fue un autodidacta. Se educó por la eterna curiosidad que tenía por el conocimiento. En materia de geografía, era un erudito. Le fascinaba la geografía y era un asiduo lector de revistas como GeoMundo. Bueno era un gran lector, punto. Leía de todo, desde Life en español y Selecciones del Reader’s Digest, hasta la vieja enciclopedia El Tesoro de la Juventud que teníamos en la casa.
Algo especial que aprendí de mi padre fue su tradición de leer el periódico todas las mañanas. Tenía una gran necesidad de mantenerse al tanto de lo que ocurría en el mundo. Recuerdo de niño, Don Juan, un anciano de la vecindad nos traía el periódico El Mundo cada mañana. Desde entonces y durante toda mi vida, he leído el periódico en las mañanas. Y sin duda, ese amor por el periódico influyó en seleccionar mi carrera periodística. Incluso en mis años sesenta, cuando tengo acceso a tanta información y noticias a través del internet, se me ha hecho imposible abandonar la subscripción del The Washington Post y leer la versión cibernética de El Nuevo Día .
La experiencia en la tienda también lo convirtió en comerciante y trabajó como distribuidor para la Plaza Provision Company y la Destilería Serrallés, y dueño de varios negocios en Utuado incluyendo la Panadería El Escudo en la década del 40 y la Panadería San Miguel en los años 60. También fue dueño de icónicos restaurantes como El Mango Bajito y el Yumurí. Tras vender la Panadería San Miguel, trabajó como gerente de Emilio Zeda, Inc., cuyo propietario era su amigo y vecino José (Fonfón) Echevarría. Finalmente durante su última década antes de jubilarse, y por primera vez en su vida, aceptó un trabajo con el gobierno, como técnico en la planta de la Autoridad de Acueductos que suple el agua potable a nuestro pueblo.
Mi padre fue un hombre trabajador. Trabajó fuerte para traer el pan a nuestra mesa, y ofrecernos las necesidades básicas. Nunca le tuvo miedo al trabajo y sus peores momentos fueron las ocasiones en que estuvo desempleado.
También fue un hombre de profunda fe. Aunque se crió católico, como muchos, la religión no era muy importante durante los primeros 15 años de su matrimonio. Pero en 1960 asistió a un Cursillo de Cristiandad que cambió el curso de su vida para siempre. Desde entonces se dedicó a la Iglesia y definitivamente fue un mejor esposo y un mejor padre.
Su espiritualidad la encontró en el Movimiento Apostólico de Schoenstatt, que lo llevó junto a mi madre a innumerables peregrinaciones al Santuario de Cabo Rojo y en dos ocasiones a Alemania, donde se fundó el movimiento. Durante la segunda mitad de su vida, el movimiento de Schoenstatt fue instrumental en su jornada de fe.
También se convirtió junto a Mami en benefactor de las Hermanas de Clausura del Monasterio Madre de Dios en el Barrio Viví Arriba. Desde que las hermanas llegaron a Viví, mis padres se convirtieron en sus principales benefactores atendiendo muchas de sus necesidades. En 2011, le doné al Monasterio, ahora ubicado en Manatí, una foto tamaño poster de mis padres, la cual adorna una de las paredes del Monasterio. Vivo orgulloso del legado que mis padres dejaron entre las hermanas de Viví.
Yo tenía apenas 12 años, pero me imagino el gran significado que tuvo para mi padre la compra de dos cuerdas de terreno en el Barrio Salto Abajo donde construyó la casa donde vivió durante cuatro décadas. Esa casa proveyó una estabilidad para mis padres y el disfrute de la naturaleza ya que la tenían sembrada de punta a punta. El vivió orgulloso de esa casa, y se que fue muy difícil cuando la edad y las circunstancias de la vida lo obligaron a dejar la casa y mudarse a Virginia para estar con sus hijos.
Papi era el hombre de la casa y vivió fiel a ese rol asignado a los esposos de esa época de los cincuenta. Podía hacer de todo alrededor de la casa. Mantenía absoluto control de las finanzas del hogar, mientras la misión de mi madre era servir y atenderlo. Recuerdo la mañana que murió, mi madre me dijo que había cumplido su compromiso de servirlo hasta su último respiro. Esa era en gran parte la esencia de esos matrimonios de los años cincuenta.
Mi padre también tenía una personalidad que muchos consideraban “intimidante”. Mis primos lo respetaban y en muchas ocasiones no se le acercaban mucho. Una mirada seria de mi padre era a veces suficiente para salir corriendo. En esta etapa de mi vida, muchos me atribuyen ahora esa misma cualidad de “intimidante”. Y aunque reconozco que a veces puedo parecer intimidante, en verdad no lo soy. Me pregunto si mi padre también se sentiría de la misma forma.
“El que lo hereda, no lo hurta”, dice el viejo refrán. Y en más de una ocasión así me siento en relación con mi padre. Tengo mucho que he heredado de él, empezando por el físico, mientras mas viejo me pongo, mas me dicen que me parezco a mi padre. Pero en otras cosas somos muy distintos.
“Yo lo miro desde lejos, pero somos tan distintos,
Es que creció con el siglo con tranvía y vino tinto.
Viejo, mi querido viejo”
Piero
De mi padre heredé el amor a la música vieja y al béisbol.
De pequeño me inculcó la devoción a los Leones de Ponce de la pelota invernal y con él fui a mi primer juego en el Paquito Montaner. Le encantaba contar las historias de los Leones, cinco veces campeones, en la década de los 40 al mando del norteamericano George Scales. Esa fue la época de oro del béisbol ponceño cuando el equipo estaba encabezado por Don Pancho Coímbre.
En nuestro pueblo, mi padre me llevaba a la pelota doble A. Ahí aprendí a admirar a los ídolos de los Montañeses de mi pueblo encabezados por Juan Aguilar, Alejo Molina, Gilberto Pagán y el utuadeño Andrés Negrón. Ese amor al béisbol me llevo a convertirme en el apoderado de los Montañeses durante los anos 1982 y 1983.
Pero antes de ligarme a los Montañeses, me concentré en dirigir equipos de sóftbol en el Seminario San Ildefonso, la JAC en Utuado y la Residencia de Varones en la Universidad Católica. Mientras residía en San Juan, los chiquitines de mi condominio me instaron a formar in equipo de Pequeñas Ligas. De ahí también tuve equipos en la American Baseball Congress, la Legión Americana y la Doble A Juvenil. Todo ello inspirado por el amor a ese deporte que heredé de mi padre.
Una anécdota que nunca olvidaré ocurrió a los 8 años mientras aun vivíamos en La Playita. Un día le informé a mi padre que había decido ser fanático de los Gigantes de San Francisco (el equipo de Willie Mays y Orlando Cepeda) en la Liga Nacional y los Yanquis de Nueva York en la Liga Americana. Con su mirada intimidante me dijo en forma seria que no tenía problemas con los Gigantes, pero en la Americana, cualquiera menos los Yanquis. Ese día me convertí en fanático de los Gigantes, algo que mas de medio siglo mas tarde, aún preservo. Y en la Americana, como buen hijo, obedecí y sería cualquiera menos los Yanquis. Años mas tarde, en 1967 cuando Palillo Santiago lanzaba para los Medias Rojas del Boston, finalmente decidí convertirme en fanático del Boston. No sabía en aquel entonces que sin querer acaba de escoger el equipo de mayor rivalidad con los Yanquis.
El amor por el béisbol que fomentó mi padre se integró a mi carrera periodística y durante dos décadas tuve la increíble suerte de poder cubrir el béisbol de Grandes Ligas para diferentes medios de la Isla y los Estados Unidos. Entre esos recuerdos cabe mencionar que tuve el privilegio de ver juegos en el histórico Fenway Park de Boston incluyendo la Serie Mundial de 1986, así como Wrigley Field en Chicago y el viejo Yankee Stadium, los juegos inaugurales de los nuevos estadios de San Francisco y Baltimore, juegos de estrellas en Filadelfia y Baltimore, y admirar las estatuas de Roberto Clemente en Pittsburgh y Orlando Cepeda en San Francisco.
Y de la música, que puedo decir. Ese amor por los tangos de Carlos Gardel y Libertad Lamarque fue inculcado por mi padre que siempre hacía cuentos de ambos iconos argentinos. Asimismo, me inspiró a respetar las increíbles voces de Xiomara Alfaro, José Mojica y Alfredo Sadel, la música de tríos encabezada por el Trio Los Panchos, así como la música puertorriqueña de Don Rafael Hernández y Don Pedro Flores. Y esa música nunca ha muerto para mí. La sigo escuchando en mi auto y en mi casa.
En otra cosa también somos iguales. Dios no nos dio el talento de una voz para cantar. Pero eso nunca lo detuvo y siempre cantaba en la casa y dondequiera. Yo lo hago menos, pero lo sustituí por el taráreo de canciones o “humming” y muy frecuente me sorprendo a mi mismo tarareando nuestras canciones y en la mayoría de los casos inconscientemente.
Mi padre también sabía disfrutar de las cosas sencillas de la vida. Y algo que siempre estuvo presente fue el juego de dominó. Tengo que admitir con orgullo que como buen boricua, era un experto en dominó. Durante varias décadas tuvo un grupo de amigos que siempre se reunían para jugar dominó, con frecuencia en mi casa, a veces en El Colegial o en la casa de otros. Ese grupo de camaradas del dominó incluían a Víctor Barranco, Miguel González, el doctor Ismael Vilar, el Padre Arturo, Tocayito Alfonso, Efraín de Jesús, y Miguelito Marín, entre otros.
Siempre consideré a mi padre como un ser único y especial. Tenia sus virtudes y también sus debilidades, como todo ser humano.
Una de sus grandes virtudes era su enorme fuerza de voluntad. La historia del cigarrillo posiblemente es la mejor manera de ilustrarla. Poco después de la muerte de mi tío José Vélez tras una larga enfermedad de cáncer a causa del cigarrillo, empecé una cruzada personal de conseguir que mi padre dejara de fumar. El fumaba desde los trece años, y 44 años mas tarde, logré mi objetivo.
Durante una conversación en el balcón de mi casa durante el Día de Los Padres de 1979, mi padre trataba de convencerme de algo. Durante la conversación tuve la inspiración de retarlo. Yo haría lo que el me pedía a cambio que él dejara de fumar. Ahí mismo, sin el mas mínimo titubeo, apagó el cigarrillo que tenía entre sus dedos, y jamás volvió a fumar. De la misma forma bregó con el alcohol. Sin duda que le gustaba el ron Don Q, pero beber o no beber nunca fue un problema.
Su problema era que no podía entender que otros no tenían una fuerza de voluntad como la suya. No podía entender los problemas de la gente en dejar el cigarrillo. No comprendía porque mi tío, su cuate de bebelatas, era alcohólico y tenia que asistir a Alcohólicos Anónimos. Mi padre tampoco creía en psicólogos o psiquiatras. No podía entender que otros necesitaban ayuda para bregar con sus problemas. Lo que mas me sorprendió fue saber que no hacia dirección espiritual tampoco, a pesar de su profunda religiosidad. Ello hizo que guardara en su corazón muchos de sus problemas, luchas personales, sentimientos, sufrimientos y alegrías. Creo que eso vino de su propia cultura latina y católica.
El dolor lo lleva adentro y tiene historias sin tiempo.
Piero
En eso somos muy distintos. No creo en secretos y a través de mi vida he tratado de ser un libro abierto donde me siento en libertad de expresar mis emociones, sentimientos, luchas y problemas. En eso somos distintos. El me crió a su imagen, pero a través de los años he evolucionado para ver mi propia verdad y vivir en una forma mas real, libre y auténtica.
Esa misma cultura lo llevó a creer que el mundo era blanco o negro, y todo estaba definido en los extremos, bueno o malo, moral o inmoral, etcétera. Así era yo también en mi juventud hasta que la jornada de la vida me ensenó lo contrario, que en el mundo hay mas gris que blanco y negro, y que la verdad se podía encontrar mas firme en el medio que en los extremos. Aun así, aprecio los valores básicos que me enseñó de niño. Esos nunca los olvidaré.
Esos puntos de vista hicieron que en muchas ocasiones no nos entendiéramos. Para él, era sumamente difícil entender los cambios en el mundo, el progreso, la evolución, la diversidad del universo y su gente. Su mentalidad y su corazón, se quedaron en Pellejas en los años 30 y 40.
La edad se le vino encima sin carnaval ni comparsa,’
Yo tengo los años nuevos, y el hombre los años viejos,
Piero
En una ocasión me escribió algo que nunca olvidaré. En 1993, en una poco usual tarjeta de Navidad, me admitió que habían cosas que no entendía, pero que su amor por su hijo era incondicional. Eso me llenó de orgullo y mi respeto por el hombre y padre se intensificó.
En mi última tarjeta de Navidad el 25 de diciembre de 2006, unas semanas antes de su muerte, fue mi turno. Le escribí lo siguiente:
“Quiero aprovechar esta Navidad para darte gracias por todo tu incondicional amor, tus enseñanzas, tu ejemplo y consejos que me has brindado durante mi vida. Aunque hemos tenido nuestras diferencias a través de los años, te puedo asegurar que soy muy feliz en mi vida y en gran medida gracias a ti. Tu me has servido de inspiración y modelo. Viviré siempre orgulloso de ti.”
Pobrecito, pobrecito mi padre, tan niño muerto
No sé, yo lo hubiera criado de otra manera, pienso.
Leonardo Favio
Mi padre sufrió de un ataque al corazón el sábado 30 de septiembre de 2006. Los médicos le salvaron la vida pero su único riñón sufrió y se deterioro en los meses siguientes hasta que fallaron totalmente.
El domingo antes de su muerte, recuerdo que lo puede sentar en la cama para tomarse la que fue su ultima taza de café. Recuerdo que me susurró: “¿Por qué Dios no escucha mi oración?”. Le pregunté que le pedía al Señor y me respondió que ya esta listo para partir. Estaba cansado de sufrir. Fue triste para mi ver tan debilitado a ese hombre quien fue tan fuerte durante toda su vida.
Mi padre dejó este mundo en la madrugada del viernes 16 de marzo de 2007, en su cama, con mi madre a su lado. Se nos fue un mes antes de cumplir sus 85 años. No puedo quejarme, tener a mi padre hasta casi sus 85 años a la vez que yo tenia 56 es una bendición.
No importa cuanto tiempo ha transcurrido de su muerte, mi padre vive muy presente en mi vida, y sigue siendo una enorme influencia en el hombre que soy hoy.
Gracias por la vida, Papi.