“Y el abuelo un día en un viejo barco se marchó de España.
El abuelo un día, como tantos otros, con tanta esperanza.
La imagen querida de su vieja aldea y de sus montañas,
se llevó grabada muy dentro del alma,
cuando el viejo barco lo alejo de España”
Alberto Cortez
La figura del abuelo siempre ha sido muy especial para mí. Todo comenzó en mi niñez, porque precisamente no tuve el privilegio de conocer a mis abuelos.
Mi abuelo materno, Don Francisco Reboyras Román, conocido por Don Pancho, falleció en 1938. Mi abuelo paterno, Don Lorenzo Martinez Noriega, conocido en el Barrio Pellejas de Adjuntas, como “El Español”, falleció en 1942. Mis padres se casaron en diciembre de 1945 después de la Segunda Guerra Mundial y yo nací en el otoño de 1950.
Guardo buenos recuerdos de mis abuelas, Dona América Sellas de Reboyras – Mamá América, y Doña Luz María Irizarry de Martinez – Mamá Luz. Pero de niño, sabía muy poco de mis abuelos.
Los relatos de Abuelo Pancho eran muy sencillos. Agricultor en Viví Arriba, construyó la casa de la familia en La Playita, donde murió rodeado de sus doce hijos. También recuerdo la historia de que perdió un ojo en un accidente y tenía un ojo de vidrio. El único retrato que tengo fue durante la boda de la Tía Teresa.
De Don Lorenzo, “El Español”, supe menos. Mamá Luz lo mencionaba en ocasiones. Mi padre muy poco. Todo lo que sabía de él era su retrato en la pared frente al escritorio de mi papá. Un hombre muy elegante y distinguido.
Mis abuelas llenaron de cierta manera ese vacío que tenía de niño. Mamá América era la viejita más bondadosa y dulce que se podría encontrar. Hacendosa y llena de amor. Y la imagen más vivida que recuerdo de ella era sentada en su sillón rezando el rosario.
Mama Luz era distinta. Más joven, algo dominante y buen negociante. Le gustaba vestirse elegante y tenía sus amistades en Ponce, desde Doña Lorencita Ferré hasta el Obispo Aponte Martínez.
Don Varo
Pero, me entristecía el no tener mis abuelos. La figura del Abuelo era un vacío en mi niñez. Y realmente me molestaba cada vez que veía a mi vecino de La Playita, Arnaldo Jiménez, con su abuelo, Don Evaristo Cartagena, quien precisamente vivía en la casa que le seguía a la nuestra. Don Evaristo – conocido cariñosamente como Don Varo – era un maestro de escuela jubilado. Un hombre pequeño en estatura pero enorme en corazón y sabiduría. Arnaldo era su único nieto, ya que Don Varo solo tuvo una hija, Luisita Cartagena.
De niño, no podía comprender porque Arnaldo tenía un abuelo, y yo no podía tenerlo. Tengo que admitir que tenía celos de Arnaldo porque yo también quería tener mi abuelo. Finalmente encontré la solución. No recuerdo que edad tenía, pero posiblemente solo cuatro o cinco años. Decidí que si Arnaldo tenía abuelo, yo también tenía derecho a tenerlo. Sencillamente “adopté” a Don Varo como mi abuelo, y desde ese día lo llamé “Abuelo”.
Sin titubeos, Don Varo me acogió como su nieto y me ofreció el amor y el cariño que solo los abuelos saben dar. Pero en mi mente de niño, nunca imaginé que casi tres décadas más tarde, Don Varo me recompensó y me brindó una de las satisfacciones más poderosas y emotivas de mi vida.
El 7 de agosto del año 1982, falleció la esposa de Don Varo, Dona Luisa. Al día siguiente fue el funeral. Llegué a la Funeraria Cortés poco antes de las tres de la tarde cuando se preparaban para empezar la marcha fúnebre. Dos personas, sostenían a Don Varo, cabizbajo, mientras se disponía a salir de la funeraria. Me le acerqué y lo saludé: “Abuelo”. Sin levantar su cabeza, me dijo en voz suave: “Yo solo tengo dos nietos, tú no eres Arnaldo, así que tienes que ser Elmy”.
No podía creerlo. En el momento más doloroso de su vida, Don Varo pudo recordar lo que significó para mí cuando era niño, como él se convirtió en la ilusión de un niño de tener un abuelo. Ese detalle jamás podré olvidarlo y vivirá en mi corazón hasta mi último día. Gracias, Don Varo, por llenar el vacío de mi niñez. Gracias “Abuelo”, su recuerdo vive en un lugar especial en mi corazón.
Abuelo Pancho
De Don Pancho Reboyras, lamentablemente no hay mucho que contar. Recientemente, mi madre habla a menudo de él y de mi abuela. Cuenta Mami que al Abuelo Pancho le gustaba llevársela a la finca de Viví Arriba porque ella sabía apreciar la naturaleza. Ella admite que le encantaba irse a Viví con su padre. Entre las anécdotas, la que recuerdo desde pequeño era la de mi abuelo ordenando las vacas.
De acuerdo a mi madre, Abuelo Pancho era un hombre trabajador que amaba la agricultura. Su dedicación a su familia era extraordinario. Crio junto a Mamá América, doce hijos, diez hembras y dos varones. Una familia grande pero siempre había amor para todos y para otros más allá de la familia.
Don Pancho murió relativamente joven, días antes de cumplir 63 años, rodeado de sus hijas en la casa de la Playita. Mi madre cuenta que cuando el doctor dijo que ya no había nada más que hacer, ella mantuvo dándole el oxígeno hasta que expiró. Don Pancho murió dos días después de la Navidad de 1938. Su legado fue sus doce hijos. Las hermanas Reboyras dejaron una huella muy especial en nuestro Utuado como maestras y costureras. La Economía Domestica fue la profesión de la mitad de los hijos que dejó Don Pancho.
El Abuelo Español
“Y el abuelo un día lloró bajo el árbol que al fin florecía,
lloró de alegría cuando vio sus manos,
que un poco más viejas no estaban vacías.”
Cuando el cantautor argentino Alberto Cortez lanzó su canción de “El Abuelo” en los años setenta, por alguna razón la historia de su abuelo español me tocó el alma y me propuse averiguar el porqué. Durante una visita de mi padre a mi apartamento en San Juan, le pedí que escuchara la canción. Y no tardó en dejar salir unas lágrimas al comenzar a escuchar los versos. De inmediato me di cuenta, que la canción de Alberto también era la historia de mi propio abuelo, el Español. Ello me llevó a preguntarle más a mi viejo sobre su propio padre.
Don Lorenzo salió de Asturias en 1904, apenas un adolecente de 16 años. En Puerto Rico de reunió con un tío que estaba establecido en nuestra isla. Catorce años más tarde, en 1918 se casó con mi abuela, Mamá Luz, una adjunteña de 18 años. Los abuelos se establecieron en el barrio Pellejas entre Utuado y Adjuntas. Abuelo trabajaba para la Central Pellejas, durante la época en que las centrales azucareras eran parte de la economía agrícola de la isla. Abuelo también tenía una tienda en los bajos de su casa.
El abuelo Lorenzo, el “Español”, también murió joven. Tras confrontar problemas cardiacos, Don Lorenzo falleció también relativamente joven a los 64 años. Su deceso ocurrió en 1942 en el Hospital Auxilio Mutuo de Rio Piedras del que era socio. Dejó nueve hijos, cuatro mujeres y cinco varones. Mi padre estuvo muy cerca al Abuelo durante sus últimos años porque le ayudaba en la tienda, de donde se hizo comerciante. El viejo me contaba de la rectitud del abuelo, algo que siempre lo hizo sentir muy orgulloso de su padre.
Desde mi infancia, había en mi casa in sencillo juego de sala de madera y pajilla. En el comedor había un seibó muy bello. Ambos eran de la casa de mi abuelo, y ahora estaban en la casa de mi infancia. El juego de sala lo usé en mi apartamento en San Juan hasta que me trasladé a Estados Unidos en 1983. El centenario seibó, que sobrevivió el Huracán San Felipe en 1928, está ahora en mi hogar en Virginia.
Durante los años 90, los archivos de los Estados Unidos dieron acceso al Censo del 1920. El edificio de los Archivos está a unas cuadras de mi entonces oficina en Washington, DC. Un día me llegue al histórico edificio y salí con una fotocopia de la página original de los récords del censo en la casa de mi abuelo. Entre los detalles que brindó el censo, estaba el hecho de mi abuelo era ciudadano español, y solo mi tío mayor Luis Jorge había nacido para ese año. Pero el censo incluía a mi tío-abuelo, dos criadas, una cocinera, el dependiente de la tienda y el peón de la finca.
En busca de mis raíces
Finalmente en 1994, me decidí a viajar a la Madre Patria, la España del Abuelo. Tras varios días en Madrid, fui a visitar a mi tía Margó Reboyras en la Costa del Mediterráneo y de ahí a Barcelona. De Barcelona, guié todo un día hasta que entré a Asturias. Unos kilómetros dentro de tierra asturiana, a eso de las 7 de la noche llegué finalmente a Puertas de Vidiago, la aldea del Abuelo, que era parte del pueblo de Llanes, en la costa norte de la península ibérica.
Tras hablar con vecinos, me llegué a la casa donde vivía mi tía-abuela, Doña Lola, quien tenía 90 años en ese entonces. Tras asustarse cuando un extraño tocó a su puerta, me abrazó con genuina alegría luego de que me identificara. Un tazón de café con leche de inmediato estaba en la mesa, y comenzó la tertulia. Me invitó a que pasara la noche en la casa, a lo que accedí sin pensarlo dos veces ya que no sabía si había hoteles en esa área. Cuando le pregunté por la casa del abuelo ya que mi padre me encargó tomar fotos de lo que quedara. Su respuesta fue: “!Pués ésta!”. De inmediato me di cuenta que iba a dormir en la misma casa donde nació el Abuelo y de donde salió 90 años atrás para nunca volver. ¡Qué noche! Hacía frio pues era el norte y apenas el mes de abril. La tía-abuela me dio suficientes frazadas y pasé una de las noches más especiales de mi vida, en la casa del Abuelo.
Durante mi corta visita, Doña Lola me enseñó fotos viejas y me contó innumerables historias del abuelo y la familia. Entre las fotos había una que reconocí, una foto del abuelo aún joven. La había visto en algún momento entre las cosas de mi padre. Esa copia estaba dedicada a su madre y sus hermanas y fechada en 1918. Según Doña Lola, yo era el primer nieto que sin compañía de sus padres, visitaba a Vidiago en busca de sus raíces. Quizás reconociendo que ya ella estaba en sus 90, me regaló la foto. 76 años después que mi abuelo envió esa foto a España, yo la regresé al continente americano y ahora adorna la pared familiar de mi sala. Doña Lola murió en 2004, a los cien años.
Al día siguiente, la tía-abuela y yo nos fuimos a caminar por las calles de Llanes. Fuimos al ayuntamiento y conseguí dos copias originales del acta de nacimiento del abuelo, con los nombres de sus padres y sus abuelos. De repente, tenía en mis manos información de seis generaciones de los Martinez-Noriega.
Durante ese maravilloso día en ese pequeño y encantador pueblo costeño español sentí la presencia del Abuelo. Me imaginaba el jovenzuelo corriendo por las calles, bañándose en la playa y subiendo sus montañas. Compré una tarjeta postal con una vista panorámica de Puertas de Vidiago, el barrio del abuelo. Se le envié desde Llanes a mi padre que aún vivía en Utuado. Solo escribí los últimos versos de la canción de Alberto Cortez.
“Y al tiempo al abuelo lo vi en las aldeas, lo vi en las montañas,
en cada mañana y en cada leyenda, por todas las sendas que anduve de España.”
Mi turno
Con el nuevo milenio, y apenas unos meses antes de cumplir mis cincuenta nos, mi hijo mayor, Luis Elmy, me hizo abuelo cuando nació mi primera nieta, Evelyn Rosa.
Hoy día, a mis sesenta años, mis hijos me han bendecido con cuatro hermosas nietas: Evelyn Rosa e Ingrid en Virginia, Isabella en Honolulu, Hawaii, y Aviana en Denver, Colorado. El niño de la Playita que se crió sin abuelos, hoy es abuelo, y puede valorar aún más el significado de esa palabra mágica que todo niño exclama con amor: ¡Abuelo!